viernes, 11 de julio de 2014

POR QUÉ SIETE POR OCHO ES CINCUENTA Y SEIS




La mirada infinitesimal del niño que no acaba de entender por qué siete por ocho es cincuenta y seis nos permite reflexionar sobre la forma como nuestros estudiantes elaboran y llegan a los procesos de comprensión de la matemática.
El niño en la complejidad del mundo creado, con tramas de colores y afectos, llega a la escuela con una mochila cargada de expectativas y desafíos, la matemática, los libros, el profesor, el aula, son para él, espacios nuevos que los irá descubriendo poco a poco en la inmensidad de las horas que pasa taciturno mirando el techo del salón.
Así como llega a entender porque un insecto se posa en el plátano maduro dejado ayer por la tarde en la ventana. El mundo, ese espacio que el adulto ha construido para el niño a fuerza de imágenes, palabras, textos y conceptos, no es un mundo dinámico y florido como lo va construyendo el niño. Definitivamente no es ese arisco libro o ese alienado video o tal vez esa página web moderna.
El niño va construyendo "su mundo" con el heroísmo del ser lógico que descubre en una herida de realidad, que la sangre es roja y que cuando cae en la camisa blanca, tendrá problemas con mamá pues la mancha dejada es difícil de lavar, pero qué lindo se ve, parece una bandera roja y blanca como la profesora narró en la jura de la independencia.
Su mundo esta categorizado desde lo que va descubriendo día a día, haciendo caso a su curiosidad hasta lo que le dicen que es y la maestra con la habilidad del laboratorista que descubre cual alquimista la estructura del aprendizaje le irá orientando en la aventura de ir descubriendo juntos, con sus compañeros cual aventureros, desafíos, que marcarán su historia vital. Es que aprender no es conocer coordenadas y paralelos del bosque desde un mapa, sino entender el mapa desde la experiencia de usarlo en el bosque. Esa dialéctica diaria, lo irá formando para las futuras situaciones que enfrentará en su diario vivir. No interesa tanto la fórmula del área del rectángulo, importa más donde lo aplica y qué sentido le da. Ningún héroe gana una batalla épica desde el cómodo sillón del que escribe el artículo.
Pero si la escuela le dice el mundo ya está construido, que no es el cosmos imaginado por el niño. Entonces la escuela hará que la risueña sonrisa se vaya borrando del niño, convirtiendo la asistencia en un estrés, las ventanas dejarán de ser cuadriláteros para convertirse en celdas que cuadriculan la luz exterior de la libertad. Los libros no serán aventuras fantásticas que tratan de explicar el mundo, sino reglamentos inquisidores documentos que limitan la curiosidad. El profesor será el sargento que ordena y reordena el mundo a su mandato y pobre del niño que se atreva a pensar y escriba “creatividad” en vez “reproductividad” tendrá la sanción del artículo trescientos cincuenta y cuatro que a la letra dice: “El niño que no reproduzca, tal cual, lo que dice el profesor será sancionado con la pena de exclusión del grado inmediato superior…”
El niño aprende de la experiencia y nosotros los profesores también, pero cuando nos negamos a ese principio, es que el ego está pesando. ¿Pero si yo soy Doctor en Educación, qué voy a aprender de un niño, qué me va a enseñar? El niño en su inocencia y como “creatura” nos va mostrando el camino, con tanta humildad teñida de sonrisa, de “moquito de junio”, de ojitos grandes, de manitas que durante el día han hecho tantas cosas que su cerebrito no cabe de regocijo por lo nuevo descubierto, una letra nueva ¿Por qué no le enseñamos a hablar a la “h”?, caminar saltando, jugar a las escondidas, patear con el pie izquierdo, escribir al revés o sévre la ribircse, tanta vida resumida en la pequeña humanidad de nuestros niños. Es tan edificante ser profesor.
Siete por ocho es cincuenta y seis, no porqué es la respuesta correcta, sino porque existe un profesor comprometido e involucrado con el ser del niño, entonces esa mirada infinitesimal, perdida en las sombras se convertirá en la mirada de asombro ante un nuevo descubrimiento.
Entonces, Joselito cogió las siluetas de vicuñitas ordenadas rectangularmente y con sus manitas acompañadas de su profesora y junto a sus compañeritos, descubrió una tarde de julio, que siete por ocho era verdaderamente cincuenta y seís…